Flecha


Llevo tiempo sin visitar el blog, tengo varios posts escritos y no me decido; no sé por cuál empezar o qué día hacerlo. Tonterías o quizás no tanto porque cuando algo importa y por miedo (y alguna que otra decepción) lo has abandonado, cuesta atreverse a volver a empezar. Pero ayer fui a un club de lectura fantástico en Barcelona, donde un montón de mujeres increíbles comentaron conmigo «Carolina y los Valientes» y el sábado pasado tuve la gran suerte de hacer lo mismo en Valencia; pasé la tarde acompañada de lectoras maravillosas que, sin saberlo ellas, me recordaron lo precioso que es compartir historias. Así que esa noche empecé a escribir en el hotel, no sabía qué saldría y quizá este relato corto que tenéis aquí podría algún día ser una novela, pero lo cierto es que creo que es justo lo que tiene que ser: una flecha.

Flecha 

 

«—Ponga el abrigo con el bolso, ¿lleva móvil? Tiene que sacarlo del bolso y dejarlo también en la bandeja.

El guarda de seguridad repitió la frase sin hacer ninguna pausa y sin fijarse en ella.

—No llevo abrigo.

Entonces la miró, quizás no tanto por la respuesta que le había dado sino porque al no moverse Rosa estaba haciendo que la cola de gente para entrar en el museo se detuviera y aumentase.

—No llevo abrigo —repitió.

—Pues pase.

El arco detector no pitó y Rosa recogió el bolso de la cinta. El otro guarda, que estaba sentado con la mirada fija en la pantalla del ordenador que mostraba las intimidades de las mochilas de los turistas, le habló sin girarse.

—Tendría que llevar abrigo. Hace mucho frío.

Aturdida, Rosa solo atinó a darle las gracias y empezó a caminar hacia la exposición. Conocía el Prado lo bastante bien como para no necesitar un mapa, pero se hizo con uno de todos modos solo para tener algo en las manos. Le temblaban un poco y no quería caer en la tentación de sacar el móvil y mirar por enésima vez aquella fotografía. O volver a leer aquel correo.

Era el último día de la exposición de Bernini en Madrid y había conseguido pasar tres meses enteros sin ir a verla. Si no hubiese sido hoy. Si hoy no fuese estúpido san Valentín. Si hoy no fuese… Aceleró la marcha y se dirigió a la sala donde se encontraba la escultura. La Galería Borghese de Roma había sorprendido al mundo del arte organizando una gira sin precedentes de la escultura de Apolo y Daphne y otras obras del gran artista barroco y la mañana que Rosa leyó la noticia en el periódico no supo si ponerse a reír o a llorar. El nudo que se le había formado entonces en el estómago seguía allí firmemente apretado, retorciéndose un poquito más cada día que pasaba, recordándole la promesa que había hecho delante de ella años atrás.

Era una estupidez y al darse cuenta de que con la mano derecha estaba jugando con el colgante que le quedaba a la altura del tercer botón de la camisa lo soltó de repente. Era solo un tic, hoy mismo se quitaría el collar y lo guardaría en alguna caja hasta olvidarse de él.

Llegó a la escultura, no había demasiada gente observándola. Supuso que no era de extrañar, a penas eran las once de la mañana, hacía mucho frío —tal como le había recordado tan amablemente uno de los guardas de la entrada— y era estúpido san Valentín. Seguro que visitar una exposición barroca en el museo del Prado no aparecía en la lista de los “mejores planes para el día de los enamorados” de la mayoría de gente. Rosa, sin embargo, sabía que tenía que estar allí. Así que se plantó y se quedó mirándola.

¿Cómo era posible que esa escultura siguiera igual que hacía diez años, intacta en magia y belleza, y ella, su vida, hubiese cambiado tanto?

Era injusto. Cerró los ojos y la odió, odió la escultura de Bernini, odio que un frío trozo de mármol hubiese conseguido sobrevivir y ella, ellos, no.

—¿Rosa?

Le faltó el aire y abrió los ojos. Había oído mal y esa voz no había sido real. En esa sala solo había un pequeño grupo de japoneses y un par de chicos dibujando.

—Julián.

A pocos pasos de ella, con las manos en los bolsillos, mal afeitado y con un abrigo que no reconocía estaba Julián. Justo allí. De pie. Frente a la escultura donde se habían conocido diez años atrás cuando los dos estaban en Roma. Apartó la mirada de su rostro, no quería enfrentarse a esos ojos, y la detuvo en los botones del abrigo. Un abrigo nuevo. Un abrigo que ella no había visto nunca porque hacía más de un año que no sabía nada de él. El detalle fue como una descarga eléctrica y retrocedió físicamente. Él soltó el aliento.

—¿Quieres que me vaya? —le preguntó.

—No —respondió ella de inmediato y volvió a girarse hacia la escultura—. El museo es muy grande y yo en realidad ya me iba —terminó sin moverse.

Él también centró la atención en Apolo y Daphne, aunque clavó los pies en el suelo para evitar cualquier tentación, y habló:

—Hoy termina la exposición. Cuando vi los cárteles colgando por Madrid pensé en…

—Hoy he recibido el correo. Tú también ¿no? El correo de los abogados.

Julián sacudió la cabeza.

—Sí, también lo he recibido. Rosa, yo…

—Ese abrigo que llevas es nuevo. Te queda bien. Me alegro de que por fin hayas jubilado el otro, era —tragó saliva al recordar el tacto desgastado de los codos, el bolsillo deshilachado porque se le había quedado enganchado en la esquina de aquel mueble que habían tenido en la entrada de su primer piso de alquiler esa noche que… — estaba muy viejo.

—Todavía lo tengo, dudo que nunca pueda deshacerme de él.

La estaba mirando, mirando de verdad y no atravesándola con los ojos como si no estuviera allí. Tenía que irse. Todos esos meses atrás le había costado el alma dejarlo, dar aquel primer paso y después otro y otro y él no había hecho nada para detenerla. Tenía que recordar que, aunque en aquel instante Julián la estuviese mirando, la estuviese escuchando y le estuviese hablando, él volvería a encerrarse en sí mismo y volvería a dejarla marchar.

—Tengo que irme.

—Espera.

¿Espera? ¿Ahora?

Ya se había dado la vuelta, frente a ella tenía el pasillo del museo y con un par de giros llegaría a la calle y no volverían a encontrarse nunca más. Julián quedaría atrás igual que la preciosa escultura de Bernini.

No se giró y siguió caminando.

—Espera, Rosa. Por favor. Espera. Quiero… ¡mierda! Lo siento. No sabes cuánto lo siento.

Se detuvo.

—No, no lo sé.

Buscó un punto en la pared que tenía más alejada y fijó la mirada en él para ver si así le resultaba más fácil respirar. Quizás Julián se sentía culpable, quizás necesitaba sacarse un peso de encima, quizás ella tenía que darle la oportunidad de explicárselo. No, sacudió la cabeza, no le debía nada, le había dado oportunidades de sobra y él no había hecho nada excepto encerrarse más dentro de su caparazón y no decirle nada. Nada en absoluto. El último año de su matrimonio había consistido en eso, en silencios interrumpidos únicamente por noches de sexo desenfrenado y desesperado, pero vacío de palabras o sentimientos.

Le resbaló una lágrima por la mejilla al recordar la última semana que habían vivido juntos, la madrugada que tuvo que encerrarse en el baño para llorar porque después de uno de esos encuentros espectaculares y absurdos él prácticamente había saltado de la cama al terminar porque ella le había acariciado el pelo de la nuca y había intentado abrazarlo. Él había fingido no verlo y cuando más tarde Rosa salió del baño lo encontró sentado frente al ordenador escribiendo. En silencio. Sin mirarla.

—Iba a ir a tu cafetería. Esta tarde. Cuando hubiese reunido el valor suficiente. Por eso estoy aquí. —La voz de Julián le sonó extraña y Rosa tuvo que coger aire. Era la frase más larga que le decía en mucho tiempo—. Creía que ellos me darían fuerza o —lo oyó sonreír con tristeza— no sé, que tal vez me traerían suerte.

—Tú no crees en la suerte.

Seguía dándole la espalda, pero estaba casi segura de que él había levantado la cabeza y la estaba mirando.

—Ya, bueno, tienes razón. Pero si la suerte o el destino o quién sea está dispuesto a echarme una mano no le diría que no. Necesito toda la ayuda posible.

—¿Para qué?

—Para pedirte una cita.

El bolso de Rosa fue a parar al suelo de lo rápido que se giró.

—¿Una cita? ¿A mí? —balbuceó entre furiosa e incrédula—. Hoy hemos recibido la confirmación del divorcio, Julián.

—Lo sé, pero…

—No has hecho nada. No has dicho nada. Nada. Nada en absoluto. Firmaste los papeles hace meses. Dejaste que me fuera. —Le tembló el mentón y se secó furiosa una lágrima—. Dejaste que me fuera sin hacer o sin decir nada. Te quedaste mirando como si yo no estuviera allí.

—No podía decir nada. No podía retenerte en contra de tu voluntad, si querías irte —lo vio tragar saliva—, tenía que dejarte ir. Siempre me había parecido un milagro que hubieras accedido a casarte conmigo y…

—¡Un milagro! ¿Pero qué estás diciendo? ¿Dejarme ir?

—Yo estaba atrapado en el taller de mi padre y con la salud de mi madre…

—Sabes que nada de eso me importaba.

—Lo sé. Si no nos hubiéramos divorciado te habrías quedado a mi lado para siempre y me habrías ayudado. Habrías renunciado a todos tus sueños por mí y yo no podía permitirlo.

A Rosa le hirvió la sangre.

—¡Te sacrificaste por mí! ¿¡Nos destrozaste para sentirte un héroe!? —Recogió el bolso del suelo—. Tengo que irme.

Empezó a caminar al instante, secándose furiosa las lágrimas hasta que dejó de hacerlo porque caían demasiado rápido. El muy idiota de su marido, de su exmarido, el chico del que se había enamorado con apenas veinte años en Roma cuando ella estaba trabajando allí de camarera para ganar dinero y aprender idiomas y él visitando la ciudad con sus padres, se había sacrificado por ella. Idiota.

Julián era dos años mayor que ella, en aquel entonces estudiaba medicina y le encantaba la escultura. Se conocieron frente a la estatua de Bernini, la misma donde se habían encontrado ahora. Ella la había estado mirando embobada y había leído con fascinación la historia de Apolo y Daphne que explicaban los carteles de la Galería Borghese.

—¿Tú qué flecha elegirías?

Recordó la pregunta que Julián le había hecho aquella mañana en Roma con la mochila colgándole del hombro izquierda y un leve sonrojo subiéndole por el cuello.

—¿Qué?

—Flecha. ¿Cuál elegirías?

—Perdona, no sé a qué te refieres. —Ella no solía hablar con desconocidos, trabajar de camarera la había curado de todo espanto y era una verdadera experta en mantener las distancias y en mandar miradas que dejaban helado y mudo a cualquiera que se atreviera a hablarle. Pero la tímida sonrisa de aquel chico la desarmó—. ¿Flecha?

—La leyenda de Daphne y Apolo —había empezado él—. Según esa leyenda, Cupido lanza dos clases distintas de flecha: las de oro que hacen que la persona que recibe el flechazo se enamore perdidamente de otra y la de plomo, que consigue justo lo contrario.

—¿Qué se olvide de la otra persona?

Rosa nunca olvidaría la cara de sorpresa que puso entonces Julián, ni cómo arqueó la ceja derecha.

—No, que la odie, que la desprecie, que le de asco, creo que esa es la traducción más literal. —Miró el libro que llevaba entreabierto en una mano—. Sí, que le de asco.

—Vaya con cupido.

—Sí, vaya. ¿Qué flecha elegirías?

—Supongo que depende.

—Ah, claro, buena respuesta. Soy Julián.

—Yo me llamo Rosa. ¿Y tú qué flecha elegirías?

Tampoco olvidaría cómo la miró en aquel instante.

—Dudo que Cupido me dejase elegir.

—Eso no es una respuesta.

—Ah, ¿no? —Sonrió.

—No.

—Si tú lo dices.

—No lo es.

—Yo no lo tengo tan claro. Aunque quizás lo que tendría que decir es que creo que en mi caso ya no tengo elección. —Carraspeó— Me voy de Roma mañana, me llamo Julián, eso ya te lo he dicho, y estoy aquí de vacaciones con mis padres. Ellos han decidido quedarse en el hotel porque están cansados de caminar. Si con todo esto aún no te ha asustado, ¿puedo invitarte a tomar un helado y hacer turismo conmigo?

—Claro.

Se casaron apenas un año más tarde, el accidente de los padres de Julián lo precipitó, igual que precipitó que Julián dejase la carrera y se pusiera a trabajar en el taller, y tras la ceremonia, que celebraron en el ayuntamiento, Julián le regaló a Rosa un colgante: una flecha de oro que todavía ahora llevaba colgada y bajo la camisa.

Aquello formaba parte del pasado, ahora estaba frente al ascensor y había apretado el botón para irse de allí.

—Deja que hable contigo, por favor, Rosa.

Julián apareció delante de ella. Oyó que un par de mujeres se quejaban porque las había apartado de mala manera y que él se disculpaba con ellas. Todo sin dejar de mirarla.

—Julián, no creo que tengamos nada más que decirnos.

Él le puso las manos sobre los hombros y lo vio cerrar los ojos un segundo.

—Vale, quizás tú no, pero yo sí. Por favor. Solo te pido que me escuches.

—Ni siquiera eras capaz de mirarme.

—¡Porque tenía miedo de verme en tus ojos! Eras lo único que me quedaba y si veía la decepción en tu mirada o la lástima me habría derrumbado. Fue un error. Fui un estúpido y un cobarde.

—Nunca te habría mirado con lástima.

—Pero sí que te he decepcionado.

A ella le resbaló otra lágrima justo cuando creía que había dejado de llorar y él la capturó con el pulgar.

Los dos perdieron el aliento y durante un instante fue como si se vieran de nuevo tal como eran, sin barreras y sin dolorosos silencios entre ellos. ¿Cuándo había sido la última vez que él la había tocado así, con ternura? ¿Cuándo había sido la última vez que ella había bajado la guardia delante de él?

—Me decepcionó que dejases de hablarme, que dejases de contarme cosas, que dejases de contar conmigo. Que te olvidases de que éramos un equipo.

—Lo sé. Ahora lo sé. Y lo siento. Este año sin ti ha sido el peor de mi vida y aunque una parte de mí daría lo que fuera porque no hubiese sucedido otra entiende que he tenido que pasar por ello.

—Me alegro por ti, Julián, de verdad que sí, pero…

—Pero tú has seguido adelante sin mi y ya no piensas en nosotros.

La soltó y se apartó y Rosa volvió a apretar el botón del ascensor. Las mujeres de antes habían subido en el anterior y ahora estaban los dos solos.

Sonó el timbre y se abrieron las puertas, Rosa entró convencida de que él se quedaría fuera y no diría nada más, pero Julián la sorprendió y también se metió. No dijeron nada, aunque esta vez no podría definirse como silencio lo que había entre ellos sino tensión.

Rosa iba a apretar el botón que la llevaría a la planta inferior y a la salida cuando Julián la miró y pasó la mano por todos los botones del aparato. No dejó ninguno sin encender.

—¿Qué has hecho?

—No tengo ni idea, solo espero ganar unos minutos más contigo.

—¿Por qué? No puede decirse que me haya estado escondiendo todos estos meses, Julián. Puedes llamarme cuando quieras.

—¿Y me cogerías el teléfono?

Ella se sonrojó.

—Podrías intentarlo.

—Tienes razón. Lo estoy intentado ahora. —Se pasó las manos por el pelo, le quedó un mechón hacia arriba que habría sido cómico si no hubiese sido por la seriedad de la mirada que dominaba el rostro de Julián—. Te quiero.

—¿Qué?

—Que te quiero.

—Oh.

—Te quiero, Rosa.

—Ah…

—Vale, veo que no sabes qué decir. —Él intentó bromear, pero Rosa vio que le costaba y dolía hacerlo.

—Hacía mucho tiempo que no me lo decías.

—Lo sé y, de nuevo, lo siento. Pero te quiero.

Ella se obligó a serenarse, el corazón le latía demasiado rápido y no podía dejar de mirarle los labios a Julián. Unos labios que la habían obsesionado durante años y que probablemente la obsesionarían siempre.

—¿Y qué se supone que te tengo que hacer yo con eso, con tus “te quiero”?

—Nada. Nada en absoluto. Solo quiero que lo sepas. Te quiero.

Rosa se sonrojó y tuvo que apartar la mirada, no solo estaba fijándose en los labios, también en las arrugas que le habían salido en las comisuras de los ojos y en un corte que tenía en el mentón.

Sonó el timbre y el ascensor milagrosamente se detuvo en la planta baja. Rosa supo que si salía de allí sin decirle nada más él ahora no la seguiría. Quizás la llamaría más tarde, quizás si todo lo que acababa de decirle era verdad otro día intentaría ponerse en contacto con ella, pero no la seguiría.

—¿Podemos ir a tomar un café juntos?

—¿Ahora?

—Sí, ahora —confirmó Julián—. O a pasear. Lo que tú prefieras. No quiero dejar de hablar contigo.

Tuvo que mirarlo, esa última frase no llevaba la palabra nunca y sin embargo ella la había oído igualmente. ¿Se la había imaginado? ¿Podía confiar en él? ¿En ellos dos?

En el interior del ascensor había un póster de la escultura de Bernini.

—¿Qué flecha elegirías? —le preguntó Julián—. Ahora, después de todos estos años, después de todo lo que nos ha sucedido, ¿qué flecha le pedirías a Cupido que te lanzase sabiendo que yo estoy al otro lado?

Tuvo que pensarlo. El ascensor seguía con las puertas abiertas, ¿por qué no las cerraba? Y en ese pasillo no había nadie. Era como si el tiempo se hubiera detenido, como si de verdad Cupido estuviera frente a ella dejándole elegir.

La flecha que llevaba encima de la piel le quemaba y cerró los ojos. Pensó en aquella tarde en Roma, la que pasaron paseando y hablando hasta las dos de la madrugada, en los meses siguientes cuando se mandaron correos y se llamaron casi a diario porque ella seguía en Roma y él en Madrid. Pensó en la primera vez que volvieron a verse, en la primera película que vieron juntos en el cine, en la primera discusión, en la segunda, en el día de su casi improvisada y modesta boda. En que todos les decían que estaban locos por casarse y en lo convencidos que ellos dos siempre habían contestado que no, que se querían. Pensó en el accidente de los padres de Julián, en lo perdido que él se había sentido desde entonces y en lo frustrada que se había sentido ella durante esos últimos meses porque él no dejaba que lo ayudase. Pero Julián estaba allí ahora y eso no borraba el pasado, pero quizá era un paso adelante. Justo hoy, justo el día que habían recibido la carta diciéndoles que estaban divorciados. Justo el día de estúpido san Valentín.

Justo el día que los dos habían decidido ir a ver esa escultura.

—¿Qué flecha elegirías? —Julián repitió la pregunta sin apartarse de la pared del ascensor. Dándole tanto espacio como le era posible.

—La de oro.

Le oyó respirar y salió del ascensor.

Él no la siguió y Rosa aceleró la marcha hasta llegar a la calle. Quizás se lo había imaginado todo. Quizás Julián no había estado allí de verdad y quizás ella seguía dormida en la cama o se había dado un golpe en la cabeza y estaba inconsciente en la pequeña trastienda de la cafetería. Era viernes y tenía que colocar el pedido, así que era una opción viable.

Le sonó el móvil y al reconocer el número no pudo evitar sonreír ni que le escocieran los ojos.

—¿Sí?

—Hola, soy yo. —Julián sonaba igual de alterado—. ¿Puedo invitarte a un café?»

©Anna Casanovas

 

Poco a poco iré colgando el resto de posts y os hablaré del club de lectura de la Sociedad Literaria y del book bingo y de otros sueños y proyectos…

Gracias por leer Flecha y si os apetece dejar un comentario, a mí me encantará leerlo ♥

 

 

 

 

 


21 respuestas a “Flecha”

  1. Anna ¡me ha encantado! De verdad. Además has elegido «Apolo y Dafne» de Bernini. Decir que esa escultura me gusta es quedarse muy muy corta. ¡¡Con ganas de saber más!!

    Me gusta

  2. Es un placer que nos regales historias como esta, Anna. No quedarse embelesado ante una escultura de Bernini es imposible; no disfrutar leyéndote, lo mismo. Un saludo.

    Me gusta

  3. Hola!!
    Me gusta!! Super cuqui la historia!!
    Cortita pero intensa, si sigue pues genial y si se queda en Flecha genial también, es tu decisión.
    Sii esperando a tener más noticias tuyas por aquí, a ver que cuentas de nuevos proyectos o el club de lectura y demás.
    Oye!! Que pasa con la historia de Martina y Leo?? O las siguientes entregas de Malditos Bastardos?? Le toca a Christian y Lola, no??
    Bueno a ver que pasa y que te cuentas a lo largo del año.
    Cuidate!!

    Me gusta

  4. Decir que me encanta como escribes es quedarse corta. Hace tiempo que descubrí que tú manera de escribir me eriza la piel, me hace meterme tanto en la historia que parece que lo he vivido directamente. Gracias, gracias y más gracias por hacerme sentir tanto

    Me gusta

  5. Me ha gustado mucho. He estado allí con ellos ,viendo sus caras y sintiendo sus sentimientos. Impresionante tu manera de escribir, haces que me sienta dentro de tus histórias.

    Me gusta

  6. Ana me ha encantado leer flecha, hace bastante tiempo que no leía una de tus historias y simplemente me ha dejado con ganas de más. Tengo las emociones a flor de piel y eso solo lo consigues tú en tus libros, en tus historias como esta que es maravillosa ♥️

    Me gusta

  7. ¡Madre mía! He vuelto a sentir lo mismo que sentí cuando leí por primera vez una novela tuya… Aún tengo la lagrimilla saltada y todo… Con sinceridad hace tiempo que no leo tus últimas novelas en parte porque sigo siendo más de novela contemporánea que histórica y, en parte, porque algunas de las novelas que leí no acabaron por llegarme de la misma forma que me llegaron otras historias no concluidas… en fin… que me voy por las ramas y eso no es lo que quería decir… Sólo quería hacerte saber que aún me emocionas, me pones los nervios a flor de piel y el nudo en el estómago y eso no es tan fácil porque ya tiene una mucho leído y muchas manías pero sigues siendo magnífica para mí aunque me haya perdido un poco entre tus novelas. Un saludo y mil gracias por este regalo que atesoraré.

    Me gusta

  8. Anna Cada relato tuyo es un viaje a la emociones, tocas esa fibra romántica que todos poseemos y que muchos se niegan a mostrar, gracias por tu historia Flecha sin dudas merece ser una novela.Saludos

    Me gusta

Deja un comentario

Crea una web o blog en WordPress.com